La frase la acabo de leer en un post de Pere Estupinya, pero ya la había escuchado antes en boca de algunos de mis profesores de periodismo científico. Aquí ya hemos hablado mucho sobre los errores de los periodistas al hablar de ciencia. Pero, para ser del todo honestos, no siempre son ellos los culpables.
Muchas veces son los propios científicos los que, al ponerse en el centro de la atención mediática, consiguen un efecto contrario al que sería deseable (que no tiene que coincidir con el deseado). Esto lo he visto en mi corta experiencia en el gabinete de comunicación de una institución investigadora pero para todos será más evidente con el caso de Ida. El científico, dejándose llevar, rebaja el rigor, o dice cosas que no aclara y generan confusión, y claro, se lía. Para evitarlo no son pocos los que proponen que la comunicación de la ciencia no la hagan los propios científicos, sino expertos en comunicación (es decir, periodistas).
Pero claro, el periodista, dejándose llevar por la noticia y confiando en el rigor de la fuente (¡se trata de un científico!) rebaja el suyo y no contrasta lo que le dicen. Total, no es experto y no va a saber distinguir 8 de 80. Así nacen las noticias que luego aquí y en otros sitios tanto criticamos. Esto, como regla general, lleva a que los científicos pidan que sean ellos los encargados de comunicar sus descubrimientos.
¿Cuál es la solución? Muy sencillo: generar periodistas especializados en comunicar ciencia, obvio. Pero lo que no es tan obvio es qué resulta mejor, dar formación periodística a científicos o científica a periodistas.
La primera garantiza que sabrán mantener el rigor y que probablemente hagan un mayor esfuerzo divulgativo, beneficiando a la ciencia. El problema es que sus textos tenderán a ser infumables, carentes de interés periodístico o personal, algo que motive a los lectores a leer (recordemos: ya no están en la escuela). En algunos casos excepcionales pueden surgir unos magníficos divulgadores, eso sí, pero no periodistas.
La segunda opción garantiza que el periodista aprenderá a desenvolverse en el mundo de los científicos, a manejar la jerga, saber evaluar las fuentes. Esto garantizará que sabrá encontrar lo noticioso, lo importante, detrás de cada descubrimiento, o será capaz de escribir unos reportajes que interesen a más lectores que los que ya están predispuestos a leer sobre ciencia. La pega: es prácticamente imposible que su dominio de la materia llegue al nivel de un experto, así que el rigor de sus textos dependerá en última medida de la honradez/experiencia de aquellos a quienes consulte.
¿Hay una tercera vía? ¿Grupos mixtos, periodistas y científicos colaborando? Esta es la vía que proponen muchas instituciones científicas, cambiando la filosofía de sus gabinetes de prensa para que pasen de ser gestores pasivos del interés periodístico a actores activos en la creación de noticias. El problema: la confusión de objetivos.
El circo mediático formado alrededor del fósil (o del acelerador del fin del mundo, o de cualquier otro evento científico de relieve), en el que los científicos se metieron a fondo, ha servido para difundir falsedades y generar más confusión que a valorar la importancia real del hallazgo. Lamentablemente en el mundo en que vivimos a la ciencia hay que convertirla en espectáculo o si no no se le hace el más mínimo caso, como al resto de actividades culturales, deportivas o incluso políticas. Los científicos, si acceden a entrar en el juego, pueden sacar bastantes beneficios: la notoriedad atrae patrocinios, pone de tu parte comités evaluadores de la importancia de tus descubrimientos, publicas más alto, consigues más fondos y, en fin, consigues perpetuar tu actividad científica en el tiempo.
Y quien dice científico, dice institución. Es pues fácil que los gabinetes, creados para dar difusión, degeneren en herramientas de márketing empresarial puro y duro, y es de ellos de los que beben los periodistas (científicos), quedando comprometida la veracidad de toda la cadena informativa.
Difícil solución veo, salvo la autorregulación del propio sistema gracias a la creciente experiencia (y número) de periodistas científicos. O, claro está, que la sociedad cambie por completo su escala de valores y se oriente hacia el conocimiento en vez de hacia el entretenimiento. Por soñar que no quede.