Por ejemplo, en los aficionados a la biología (sobre todo en los que llegan a destacar de verdad), encontramos que al raro de turno le gustan los dinosaurios, los pájaros, las mariposas, los escarabajos, los peces o cualquier otra cosa relacionada desde que su memoria alcanza a recordar. Así tenemos la afición paleontológica de S.J. Gould, ornitológica de E. Mayr, o por la historia natural en general de C. Darwin.
Pues yo no. Cierto, no estoy a la altura de semejantes gigantes, pero aún así no me acabo de creer eso de las vocaciones. En mi experiencia la vocación es una fiebre pasajera que si no se refuerza con gran empeño y tenacidad no llega a ningún sitio. Mi padre, en su afán de que su hijo tuviese alguna afición, como todo hijo de vecino, se empeñaba en mostrarme la diversidad de 'hobbies' posibles, desde tocar un instrumento musical hasta el coleccionismo de sellos pasando por toda clase de deportes. Todo ello sin mucho éxito, porque pasado mi inicial interés llegaba la apatía y él dejaba de motivarme. Creo que pensaba que si algo me gustaba yo mismito seguiría la afición. Visto en perspectiva, cuando a otros niños les gustaba un dinosaurio de juguete, quizá sus padres le regalaban más, y cuanto más jugase el niño con los dinos, más le regalaría la familia, puede que incluso un libro o dos sobre estas bestias... Conozco un par de casos, hermanos, que cuando el resto de mortales aprendíamos a multiplicar, ellos recitaban los nombres latinos de no sé cuántos dinos.
Es decir, que para que un portento de mañana pueda decir que le apasionaban los trilobites desde pequeño tiene que ocurrir que primeramente su curiosidad descubra un trilobites, y más importante aún, que alguien se percate de este hecho. A partir de éste momento, todo es cuestión de condicionamiento. Si a los padres les agrada la "afición", voluntaria o involuntariamente harán que el niño se aficione más mediante regalos, premios cuando el crío demuestre sus habilidades en esa afición...
La idea de educación que tenía mi padre consistía en enseñarte lo que el mundo podía ofrecer, así como su opinión al respecto. De esto conservo un carácter un tanto peculiar: aires de sabelotodo. Lamentablemente, a lo único que puedo de verdad decir que soy aficionado es a conocer. Y no debería decir lamentablemente, pero es así. El dinero no da la felicidad (aunque se le parece mucho, dicen), pero la ignorancia ES la felicidad. Vale, esta es una razón estúpida. Otro motivo es que aprendiz de mucho, maestro de nada. Vale, todas las razones son estúpidas, pero qué se le va a hacer. Yo no tengo la culpa de sentir envidia por aquellos que como mis amigos eran capaces de proezas extravagantes y que hoy día conservan esa pasión con creces y pueden mirar con ternura su primer Tiranosaurio de juguete.
Cierto que cuando eres pequeño al que tiene estas aficiones intelectuales le llaman raro, siendo suaves. Cuando creces y acabas viviendo en un círculo de intelectuales, el raro es el que no tiene una rareza.
Mi relación con la biología no es, pues, lo que se pueda llamar una vocación temprana. De hecho, esa afición mía por conocer creaba problemas a la hora de decidir qué quería ser de mayor. Otros niños de clase querían ser lo que sus padres decían que era bueno ser (abogados, médicos, banqueros); otros, sensatamente, decidían ser algo relacionado con lo que se les daba mejor hacer. Ya he dicho que mis padres dejaban la cosa a mi completa elección y a mí se me daba bien estudiar, a secas. No importa lo que fuese, matemáticas, historia, lengua... todo se me daba igual de bien. Decidí que quería ser un estudiante de por vida, dedicar mi vida a seguir aprendiendo. ¿Oficio concreto? Ni idea. ¿Temática? Todo. ¿Cómo llego entonces a ser un biólogo apasionado por el estudio de la evolución?
Pues primero queriendo ser cura. Sí, nada menos. ¿No dicen que hay que creer con la fe de un niño? Pues eso. De pequeños somos máquinas de aprender, nos tragamos todo, y yo no tengo la culpa de tener una familia que me mandaba a los campamentos de Acción Católica. Mi padre me quitó la idea de un sopapo, y la verdad es que lo que yo quería era ser jesuita, que en mi imaginación eran los abanderados del conocimiento y el progreso (católico). Vamos, que me dí cuenta de que compartía con Adson de Melk la fascinación por Guillermo de Canterbury, pero que me había equivocado de motivo: no es porque fuese monje, sino por lo listo que era el muy cabrón (la verdad es que ver "El nombre de la rosa" cuando se tiene una incipiente vocación traumatiza).
Así que me pasé a las letras, historia y filosofía y en vez de leer vidas de santos me enganché a los libros de texto de Ciencias Sociales. Es sorprendente, pero desde entonces tengo arraigada la idea de que conocer algo es comprender su historia. Por aquella época no lo sabía, pero ahí nació mi obsesión con la contingencia histórica, el sentido de la flecha del tiempo y la irreversibilidad (me pasaba noches en vela tratando de solucionar paradojas temporales; sí, también tiene que ver que veía Quantum Leap). Cuando con 14 años leí "La Historia del Tiempo", de S. Hawking, ya era demasiado tarde para decidirme por la física teórica: había leído antes otro libro aún más impactante en mi vida, que me hizo cambiar de la historia humana a la historia natural.
Por supuesto, hablo de "El Origen de las Especies", que leí con 13 años. Culpa de un trabajo para la clase de Ciencias Naturales. También leí "El Origen de la Vida" de Oparin. Toda una revelación. Resulta que los humanos somos un mísero último minuto en el día de vida de la Tierra, que antes de la prehistoria ya había mucha historia que contar y que no hace falta un dios creador. No es que me volviese ateo, porque después de mucho cavilar llegué a la conclusión de que lo que Dios había hecho era dictar unas leyes por las cuales el mundo se desarrollaría de acuerdo a Su plan. Gnóstico/Teísta determinista: Podemos conocer el futuro si conocemos el pasado y las leyes de la evolución. Antes que querer ser biólogo, quise ser genético: estudiar las leyes de la herencia y las mutaciones, esos cambios que permiten que una especie se transforme en otra cosa.
Pero no las tenía todas conmigo. Ese mismo año me regalaron mi primer ordenador (después de mucho insistir, jugar en casa de amigos e ir a academias de programación). Cuando entré en el instituto, no sabía si ser genético o informático. Ahora lo pienso y sonrío: las dos cosas tienen que ver con flujo de información y ejecución de programas ;-) Para más cachondeo, ahora tengo un proyecto mitad biología molecular mitad bioinformática para estudiar genética evolutiva del desarrollo. Na menos.
Esa afición informática me hizo leer revistas que incluían una curiosa sección: "temas informágicos". Ahí descubrí los fractales y la teoría del caos, la simulación de la demografía de poblaciones naturales, el dilema del prisionero y las estrategias evolutivamente estables... y sí, ahí leí por primera vez sobre el gen egoísta de Dawkins. Lamentablemente mi lado infofriki se quedó congelado después de aquella época, la biología evolutiva es tan fascinante que absorbe toda tu vida, diría yo.
Volviendo al instituto, mis profesores me motivaban para que estudiara matemáticas, física, química, historia, filologías... todos menos el de biología, que era el único que sabía de mi interés por la genética. Quiero pensar que sabía que tenía la batalla ganada de antemano (la alternativa es que al muy cabrón le importase un rábano). Curiosamente, a mi profesor de religión (y párroco de la iglesia de mi barrio y catequesta de mi frustrada confirmación) debo un agradable escepticismo que me ha llevado a mi agnosticismo actual, y al palurdo de filosofía le debo la repulsa por la hermenéutica, el análisis de textos buscando en ellos lo que ya sabes y poniendo más que lo que sacas.
Así que terminé en la carrera de Biología más por intuición que con conocimiento de causa. A pesar de haberme informado de los planes de estudios de las diversas universidades buscando el mejor currículo en genética, no tenía mucha idea de los aspectos más biológicos. Ni papa de botánica, apenas zoología, bastante ecología y mucha, mucha genética y bioquímica.
El resto es fácil de resumir: la realización de un hombre feliz. Cada asignatura me descubría un mundo desconocido y fascinante, los compañeros de clase por fín entendían tus divagaciones y podías pasar horas y horas hablando de biología teórica, y, más importante aún, ser consciente de que has acertado: después de tanto empeño por encontrar una afición, ésta merece la pena.
(Sí, aunque signifique que estás un día cualquiera de noche en el laboratorio muerto de hambre contándole tu vida al vacío cibernético en un intento desesperado por encontrar el motivo que te llevó a querer estar en el laboratorio un día cualquiera por la noche)